miércoles, 15 de marzo de 2017

LAS SOMBRAS DE LA LUNA/Hernán Antonio Bermúdez



LAS SOMBRAS DE LA LUNA/Hernán Antonio Bermúdez

Camila se levanta con las sombras de la luna (p. 9)
Camila es el título de este poemario breve de Rebeca Becerra que posee una estructura cristalina. Después de sus libros anteriores, donde la poesía asumía a menudo un carácter sombrío y lóbrego, la autora perfecciona ahora una entonación apegada a la secuencia de lo que quiere expresar, de tal manera que las palabras salen, escuetas, como chispas de su pluma: Ella se despereza y sacude el cabello/ adornado de estrellas,/ sopla con su boquita de jarro/ a los murciélagos haraganes de los árboles (p. 9).

Se me antoja que las facultades creativas de Rebeca Becerra le permiten encajar las proporciones y  contornos de una poesía que ha hecho a un lado las banalidades narrativas sobre la infancia.

 Se está, más bien, frente a una poeta que juguetea con los diversos estratos semánticos de las palabras, y que sabe relacionar de forma novedosa las percepciones y vislumbres acerca del crecimiento de su hija. Así, circunscribe con un lenguaje preciso y adecuado lugares, hechos y ocurrencias:  Camila lleva su sombra zurcida a la piel,/ se ven las puntadas,/ pequeños caminos de azúcar y miel (p. 11).

Se trata de un estilo traslúcido, y refulgen en su interior los cristales capaces de producir el prodigio de la sencillez: el resplandor de la frugalidad verbal. Atrás queda la angustia de comprobar que todo resultaba insoportable, o la desesperanza rayana en la pesadumbre. En cambio ahora: Su uniforme blanco/ se columpia en un gancho/ y sus zapatos negros/ respiran tranquilos con los cordones sueltos./ Sonrientes en el tendedero/ con agua de cielo se enjuagan los calcetines (p. 15).

Se echa de ver en este poemario el esmero de una ebanista-del-texto, pues la poeta coloca minuciosamente las bisagras de su poesía, con sus  ensambladuras apenas necesarias. Así, pareciera que cada poema desprende el aroma dulce de una niñez cuyas instantáneas emergen como pequeñas luces en la oscuridad.

Por supuesto que ese tono no es sino una destilación del quehacer poético de la autora, cuya bicicleta curtida en derrotas y sinsabores queda en la cuneta, pues sabe de sobra que “no hay nada más terrible, más espantoso, que estar despierto en el sueño de otro” (Krasznahorkai).

Para llegar a esta nitidez, Rebeca Becerra ha sabido recurrir a su bagaje verbal y alisar las líneas, hasta producir ese centelleo de la frase: Amanece./Los luceros parten/ a descansar/ en el corazón/ del limonero (p. 19).

Lejos, pues, de las aguas de la ternura previsible, tan artificiosa como una ópera, en Camila se siguen y persiguen esos minúsculos gestos y destellos que llamean y arden, para que quede el rescoldo de un metal precioso entretejido de manera finísima: Los limones viejos/ se deslizan por los caminos/ que ha trenzado el viento./ Entran en la cesta como en una cuna/ y se quedan quietos, como niños tiernos (p. 23).

“El mar no conoce a Camila” es, para terminar, un poema espléndido que logra plasmar con finura el susurro (cuando no el zumbido) marino, por momentos con un hilo de voz.

Con Camila Rebeca Becerra ensambla un libro corto en el que ha hecho encajar las piezas con suma precisión, y consigue dispersar –y hacer a un lado— las virutas. Todo ello gracias a su imaginación poética y, como buena ebanista, al sagaz cepillado de las líneas.

Tegucigalpa, 14 de noviembre del 2016

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