LAS SOMBRAS DE LA LUNA/Hernán Antonio Bermúdez
Camila se levanta con las sombras de la luna (p. 9)
Camila
es el título de este poemario breve de Rebeca Becerra que posee una estructura
cristalina. Después de sus libros anteriores, donde la poesía asumía a menudo
un carácter sombrío y lóbrego, la autora perfecciona ahora una entonación
apegada a la secuencia de lo que quiere expresar, de tal manera que las
palabras salen, escuetas, como chispas de su pluma: Ella se despereza y sacude el cabello/ adornado de estrellas,/ sopla
con su boquita de jarro/ a los murciélagos haraganes de los árboles (p. 9).
Se me antoja que las facultades
creativas de Rebeca Becerra le permiten encajar las proporciones y contornos de una poesía que ha hecho a un
lado las banalidades narrativas sobre la infancia.
Se está, más bien, frente a una poeta que
juguetea con los diversos estratos semánticos de las palabras, y que sabe
relacionar de forma novedosa las percepciones y vislumbres acerca del crecimiento
de su hija. Así, circunscribe con un lenguaje preciso y adecuado lugares,
hechos y ocurrencias: Camila lleva su sombra zurcida a la piel,/ se
ven las puntadas,/ pequeños caminos de azúcar y miel (p. 11).
Se trata de un estilo traslúcido, y
refulgen en su interior los cristales capaces de producir el prodigio de la
sencillez: el resplandor de la frugalidad verbal. Atrás queda la angustia de
comprobar que todo resultaba insoportable, o la desesperanza rayana en la
pesadumbre. En cambio ahora: Su uniforme
blanco/ se columpia en un gancho/ y sus zapatos negros/ respiran tranquilos con
los cordones sueltos./ Sonrientes en el tendedero/ con agua de cielo se
enjuagan los calcetines (p. 15).
Se echa de ver en este poemario el
esmero de una ebanista-del-texto, pues la poeta coloca minuciosamente las
bisagras de su poesía, con sus
ensambladuras apenas necesarias. Así, pareciera que cada poema desprende
el aroma dulce de una niñez cuyas instantáneas emergen como pequeñas luces en
la oscuridad.
Por supuesto que ese tono no es sino
una destilación del quehacer poético de la autora, cuya bicicleta curtida en
derrotas y sinsabores queda en la cuneta, pues sabe de sobra que “no hay nada
más terrible, más espantoso, que estar despierto en el sueño de otro”
(Krasznahorkai).
Para llegar a esta nitidez, Rebeca
Becerra ha sabido recurrir a su bagaje verbal y alisar las líneas, hasta
producir ese centelleo de la frase: Amanece./Los
luceros parten/ a descansar/ en el corazón/ del limonero (p. 19).
Lejos, pues, de las aguas de la
ternura previsible, tan artificiosa como una ópera, en Camila se siguen y persiguen esos minúsculos gestos y destellos que
llamean y arden, para que quede el rescoldo de un metal precioso entretejido de
manera finísima: Los limones viejos/ se
deslizan por los caminos/ que ha trenzado el viento./ Entran en la cesta como
en una cuna/ y se quedan quietos, como niños tiernos (p. 23).
“El mar no conoce a Camila” es, para
terminar, un poema espléndido que logra plasmar con finura el susurro (cuando
no el zumbido) marino, por momentos con un hilo de voz.
Con Camila Rebeca Becerra ensambla un libro corto en el que ha hecho
encajar las piezas con suma precisión, y consigue dispersar –y hacer a un lado—
las virutas. Todo ello gracias a su imaginación poética y, como buena ebanista,
al sagaz cepillado de las líneas.
Tegucigalpa, 14 de
noviembre del 2016
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