Rebeca
Becerra
PRESENTACIÓN
Antídotos
contra la muerte
Helen Umaña
La poesía nunca cesa de sorprendernos.
Siempre viste ropaje inédito aunque transite por senderos de viejo cuño. Se
remonta y desentraña la nebulosa verdad de los mitos primigenios. Desciende a
turbulencias anímicas. Acude a las ambivalencias oníricas. Dirige la mirada
hacia las minucias cotidianas. Abreva en las fuentes del enigma y del misterio.
Dispara los resortes de la imaginación. En síntesis: lo individual y lo
universal, cantera inagotable de un metal de infinita sonoridad: el amor, los
pájaros, el mar, el caos citadino, la desolación, las precariedades de la
diaria rutina… Desenredando o provocando dudas, todo cabe en sus vastos y magníficos
dominios.
Pero
sea cual sea el revestimiento temático o las formas dentro de las cuales se
module, en esencia, como si de una diosa bifronte se tratara,
indefectiblemente, termina devolviendo una sola imagen: la de la vida y la
muerte en perenne maridaje. Sin tregua posible, en desgarrada confrontación.
Literalmente, vida es agonía: lucha constante por no morir.
Situación
límite, caldo de cultivo para la poesía que presenta al ser humano como frágil
línea oscilante entre esos dos extremos. Existencia marcada a fuego con una
dualidad indisoluble arrastrada desde el Paraíso Terrenal, instante nefando
cuando el sentido de la muerte se enseñoreó de la mítica pareja, que, llevando
en sus retinas la visión de la belleza y de la vida, jamás dejó de añorarlas:
perenne nostalgia del Edén maravilloso, para siempre extraviado en los
vericuetos de la represión y de la culpa.
Así,
trátese de los griegos o de la cultura más olvidada de la tierra, para dar
cuenta de esa confrontación interminable y para traducir la añoranza por el
bien perdido, surgió la poesía. La propuesta estética de Rebeca Becerra lo
comprueba una vez más. Nítido es, en su trabajo, el movimiento pendular entre esas
dos fuerzas. Por un lado, la muerte como terrible segadora de hombres-paradigma
a cuya ausencia nunca se acomoda el espíritu: todo el mundo contenido en los
zenotes de sus ojos, metáfora traductora de suprema valoración. De ahí que
la presencia ominosa de la muerte recorra todo el poemario: Afina los
oídos,/ no olvides que aquí arriba es donde crece la muerte; Sé que
estás ahí dormido en tus huesos,/ esperando,/ esperándonos,/ esperándome; El
grito./ El cuerpo yerto./ El terror sobre los hombros./ (…) Me empezaba a doler
la muerte; ¿Será posible que estés quieto ahora/ después de que tus pies
incendiaban los caminos? Omnipresente, intenso y complejo (pérdida, dolor,
impotencia, ternura y rabia…) es el efecto del corte brutal que la Parca impone.
Tan devastador, que se necesitan y buscan tablas de salvación. Una de ellas: la
ansiada esperanza de que allí, en sus ignotos dominios, aguarden –amorosas y
benévolas– las sombras tutelares enlazadas con el yo por la fuerza raigal de la
sangre. Ellas anulan los terríficos signos. Así, aunque Rebeca Becerra omite la
referencia directa, tras el afectuoso apelativo de viejo, quizá se
esconda la figura paterna. Adviene, pues, la consoladora
idea de que, en realidad, la muerte, como desaparición total, no existe: A
esta hora debes estar charlando de nosotros/ presintiendo que poco a poco nos
vamos ir juntando/ uno detrás del otro,/ como una piedra detrás de otra
piedra;/ –piedra sobre piedra– como se juntan las hojas del árbol/ cuando
llueve de repente.
Del
socavón profundo ha brotado el árbol como perenne símbolo de vida, la otra
vertiente poderosa, inderrotable, por la que transita la poesía de Rebeca
Becerra: Soñé que de mis manos brotaba la vida,/ los hombres y mujeres/ se
levantaban con el polvo a construir el mundo./ (…) –la tierra toda en el hueco
de mi mano,/ nada para morir hoy–// (…) La palabra completa, venía/ a decirle
amor a mis ojos. Caminando por el túnel al cual la había lanzado la
desaparición física de los seres amados, la autora desembocó en el amor, otra
posible salida (nuevo asidero espiritual), antídoto contra la angustia.
Mediadores: la palabra y la capacidad de soñar. Vale decir, las dos condiciones
que hacen al poeta.
Como
elemento formal-conceptual dominante, Rebeca Becerra acude al universo onírico:
la presencia constante del soñar. Con distintas modulaciones, conjuga varias
posibilidades semánticas: representación de sucesos mientras se duerme; sombrío
lugar de pesadillas inquietantes; vehículo de premoniciones; viaje a las
profundidades del yo; realización imaginaria de anhelos no cumplidos; ideal que
se opone a una realidad brutal y aplastante... Soñé que atravesaba la
oscuridad; Soñé la sed de una brisa marina; Soñé donde nacía el
silencio; Súbete a la araucaria que atraviesa tus sueños/ y deja que me
hablen las hojas, las semillas; Soñé que me dolía la sangre… La
ensoñación, el fantasear como puerta de escape, como otro salvavidas existencial.
Trabajo
poético, el de Rebeca Becerra, de carácter sustantivo. Un hablar brotado de la
perenne confrontación interior y de entender que la poesía no es sólo un mero
ejercicio lingüístico. Estamos seguras de que Las palabras del aire no
se las llevará el viento.
Helen Umaña
San Pedro Sula,
4 de agosto de 2006
(XXVI aniversario de la muerte de mi
Padre)
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